DISCURSO PARA EL CONGRESO REGIONAL DE MADRID DEL 8 DE JULIO DE 2023
Una “fatalidad” atenaza a los españoles a nivel social y desde hace tiempo: es el “lasciate ogni speranza” (“abandonad toda esperanza”). Cuál o cuáles son las causas de este fatalismo es difícil de desvelar, debido a las consecuencias trágicas que ha provocado, las cuales a su vez hacen que se extienda el velo de la angustia, impidiendo, así, cualquier análisis racional.
Aún recordamos cómo, al hilo de una de las últimas crisis económicas, nacieron varias alternativas políticas, de una tendencia o de otra, como fruto de esa angustia y de esa tragedia; alternativas que no sólo no solucionaron los problemas, sino que éstos se aumentaron significativamente.
Los españoles nos dimos cuenta de que la política, tal y como está planteada no sólo no soluciona los problemas, sino que los aumenta; la política forma parte del problema y no de la solución; más aún: es una de las fuentes más importantes de los problemas de la vida social de España.
No sólo el bipartidismo es el problema, sino cualquier atisbo de superar ese bipartidismo, es interpretado como un potenciador de los problemas, con lo que volvemos al fatalismo de “¡más vale lo malo conocido !”, es decir, el bipartidismo.
El desengaño se ha extendido como una mancha de aceite, y cualquier intento de acabar con el bipartidismo hace nacer la desconfianza y, con ella, el hundimiento moral: se interpreta la política como incapaz de solucionar cualquier problema y se mira con recelo cualquier proyecto que tenga una raíz política.
Después de muchas experiencias vemos cómo las estructuras españolas, sean de tipo económico o social, son como una “corriente marina” que siempre nos lleva a la misma ensenada: ¡a la ensenada del bipartidismo!
El poso que queda en el inconsciente colectivo es que no se puede salir de esta ensenada, y de que “¡así son las cosas porque así tienen que ser!”; que el bipartidismo, por muy malo que sea, es lo menos malo que nos puede pasar.
Después de las últimas elecciones, el sentimiento que surge de nuevo es el fatalismo de que “¡no se puede hacer nada!” porque “¡así son las cosas!”.
Pero, las cosas no son así: “¡las hemos hecho así, porque hemos dejado que sean así!”, o bien porque «¡así hemos querido que fueran!»; y no estoy hablando de culpabilidad moral: estoy hablando de “reglas de juego”; es decir, hablo de “responsabilidad”, que tiene una raíz distinta a la de la culpabilidad.
Sí, la política son unas “reglas de juego”; y estas reglas de juego nos traen estas consecuencias: no es ninguna fatalidad, ni nunca lo ha sido. Si lo vemos como una fatalidad es porque “queremos” verlo así; y es en nuestra forma de ver las cosas donde hay que situar dicha fatalidad.
¿Cuáles son esas “reglas de juego” que nos llevan a esa situación, entre otras a la desesperanza y a la imposibilidad de ver objetivamente las cosas mismas? Será difícil porque hemos de salir de los sentimientos y adentrarnos en un análisis racional; y digo que será difícil porque estamos envueltos en los sentimientos los cuales nos impiden ver dichas reglas, las cuales, a su vez, están al margen de los sentimientos.
Pero, si hacemos el esfuerzo, y debemos hacerlo si queremos salir de esta angustia, nos acercamos a que dichas «reglas de juego» no son consecuencia del fatalismo, sino de nuestra propia responsabilidad (o falta de ella), la cual arranca de nuestra historia, es decir, de nuestros antepasados más recientes que nos han legado dichas reglas; en las cuales, ellos ni vivieron a gusto, ni lo que nos legaron fue lo mejor, pues las consecuencias no son las óptimas.
ANULACIÓN DE LOS DOS PODERES: “¡IUS CIRCA SACRA!”
Sí, quiero volver varios siglos atrás para recordar que uno de nuestros valores más antiguos es el respeto a las personas y a su conciencia; conciencia que ha sido vulnerada prácticamente desde cualquier poder, pues se ha interpretado como que las personas lo somos en la medida en que servimos a algún “señor”.
Ahora bien, también desde hace siglos se han asentado en nuestro occidente “dos poderes”, que, con sus problemas y sus tensiones, se han aceptado; pero que con el nacimiento del nacionalismo y el estatalismo se rompió ese equilibrio y el que más sufrió fue el poder de la conciencia.
Hoy, por supuesto, aunque lo llamemos de otra manera o tome otro nombre, el problema sigue ahí. Se sigue regulando, o intentando regular, la conciencia; bien sea desde las convicciones morales o religiosas, o bien desde la sexualidad, el caso es que “se sigue anulando uno de los dos poderes”, pues se sigue interpretando que las personas, y su conciencia, lo son en la medida en que nos subsumimos en otro poder, o bien nacional, o bien estatal.
Pero, para nosotros la conciencia no se controla; es más, de la conciencia, de cada conciencia de cada persona, nace el poder: somos cada uno de nosotros quienes damos el poder. El poder no nos viene dado, ya lo tenemos de suyo.
DOS FUENTES DE LEGITIMIDAD
Continuado con ese esquema de los dos poderes, se han aceptado en casi todas nuestras sociedades dos fuentes de legitimidad y que llegan hasta nuestros días.
Por supuesto, aceptamos que el poder emana de las personas; aceptamos, por supuesto, que no viene de Dios ni de ningún ser supremo.
Pero aquí es donde comienzan de nuevo los problemas: desde principios del siglo XIX, cuando se estaba pergeñando una nueva Europa, tomando los “odres nuevos, se le añadió vino viejo”, y hoy podemos decir que el vino estaba “picado”. Aun viniendo el poder de las personas, se dijo que unas personas tenían más capacidades que otras, que estaban más preparadas que otras; que a las primeras las acompañaba un sentido racional, y eso es lo que las hacía distintas. De ahí, por supuesto, tendría que salir una forma de gobierno y una forma de “dirigir” al resto de las personas, no imbuidas de ese espíritu racional, y al resto de la sociedad: a eso se le llamó “intelectualismo político”, basado en el “intelectualismo moral”, cuyo factótum fundamental fue nuestro Donoso Cortés.
Es ese “intelectualismo político” el que inundó todo el siglo XIX y gran parte del siglo XX, y cuyas consecuencias las ha sufrido toda Europa, pero que en nuestra España aún están presentes.
A esos prohombres, llamados a dirigir al resto, se les imbuye de un “poder” especial, y son los llamados a llenar ese espacio creado en los inmediatos siglos precedentes que hemos llamado “Estado”; así, ese “Estado” es el encargado de dictar unas normas al resto de la sociedad que no ha sido investida de ese poder.
Ya no queda espacio para la conciencia, pues el Estado se encarga de ella en virtud del “ius circa sacra”: si lo sagrado antes era la conciencia, ahora pasa a ser propiedad del Estado. A los que están fuera se les permite, como algo “privado”, apelar a su conciencia, pero como una “concesión” gratuita”, que aunque fue propia de regímenes absolutistas, ahora se plantea de nuevo pero con un control más férreo, si cabe, sobre dicha conciencia.
A todo lo que está fuera de ese “intelectualismo político” se le permite buscar una cuasi- representación, que no deja de ser una parodia, y que por eso llamamos “Cámara de Representación de Gobernados”; expresión acuñada en los albores del siglo XX y que recoge perfectamente los ecos de lo que había ocurrido durante el siglo precedente.
En España sufrimos esta división y vemos, por ejemplo, cómo el Estado tiene una forma de selección especial, en unos tribunales al margen de los tribunales profesionales emanados del Parlamento. El Estado no acepta otros tribunales que no sean los suyos; los cuales están lejos del esfuerzo y del trabajo.
Otra consecuencia es el artículo 82 de la Constitución, el cual hace que cualquier representación quede anegada en aras de ese “intelectualismo político”; y el artículo 122.3 nos exime de la “responsabilidad” envolviéndonos en la “culpabilidad”, haciendo que los ciudadanos tengamos que “demostrar siempre nuestra inocencia en vez de nuestra culpabilidad”, pues el propio “intelectualismo” hace que “seamos culpables” al no formar parte de esa “parte de elegidos”.
LO PÚBLICO Y LO PRIVADO
¿Qué pensaríamos si una institución legítima como la Iglesia Católica, o Amnistía Internacional, o la Cruz Roja controlase la sociedad?
Creo que todos nosotros nos escandalizaríamos, pues entendemos que nuestras convicciones, aunque estén expresadas en una institución reconocida, no tienen por qué imponerse sobre otras, que también son legítimas; ninguna convicción ni debe ni tiene que imponerse sobre las demás, y, a su vez, ha de ser respetada.
¿Por qué hemos de aceptar que el Estado se imponga sobre las demás convicciones? Sin duda, en algún paladar ya retumba la expresión de que el “Estado es neutral”, que no tiene ninguna convicción, y que “acepta todas”.
No es momento de analizar esto, pero sí decir que la idea de Estado nace como continuación del poder absoluto, pero, además, continuando con ese poder absoluto, para “anular uno de los dos poderes”, precisamente el de la “conciencia”. Los hechos históricos nos lo recuerdan. Pero, además, en los momentos más extremos dicho poder ha anulado a todo tipo de Parlamento, al que ha calificado con los adjetivos más abyectos. Todavía en el siglo XXI hay grupos que pretenden ningunear a dicho Parlamento. Y, en cuanto a “aceptar todas las convicciones”, recordemos que éstas forman parte de las personas, como un derecho inherente a ellas mismas, y no tienen que ser reconocidas por nadie; por lo tanto, el Estado “no concede” nada; su pretendida neutralidad es una falacia.
Recordemos, pues, que “al Estado se entra o se accede” mediante sus propios tribunales, que se fundan precisamente en el artículo 82 de la Constitución, el artículo que niega que el poder legislativo sea tal poder. Al Estado se le carga con ese poder rector, y superior, porque se basa en el “intelectualismo”.
A ese “intelectualismo político” se le añade el “intelectualismo moral”, el cual pretende ser la base del anterior; y así, le estamos añadiendo una superioridad moral. Con esto, las personas que “entran” en el Estado no sólo se las tiñe de razón sino que, además, se las inviste de un carácter distinto: la separación entre los miembros de una sociedad está servida: hay unos ciudadanos superiores a otros.
La institución que se encarga de la sociedad, en plan de tutelaje, es el Estado. Ahora bien, de la sociedad formamos parte todos y cada uno: ¡no sobra nadie! Del Estado, en cambio, no formamos parte todos, sino sólo un grupo.
Tenemos que decidir, entre todos, si queremos, como sociedad, ser dirigidos o no. Si queremos dos legitimidades, o no; sabiendo que si seguidos aceptando esas dos legitimidades, una se impondrá sobre la otra.
RECUPERAR EL PARLAMENTO
Esta es la realidad jurídica de España y, al hilo de esta realidad, se cuelan después otras ideologías. Estas son las “reglas de juego” que hace que caigamos en el fatalismo, aceptando que dicho fatalismo no es una realidad sino un sentimiento, provocado por dichas reglas de juego.
Desde esta perspectiva política tenemos que tener la valentía de proponer “otras reglas de juego”, cuya piedra angular sea el Parlamento, como única referencia normativa y legislativa.
Sin duda, la libertad ha de estar ubicada en la conciencia de cada persona, y de ahí ha de nacer el poder, el otro poder que llamamos político. Pero, para que dicho poder no se imponga sobre la libertad, ha de dividirse en lo que tradicionalmente llamamos los tres poderes.
Nuestro objetivo ha de ser la anulación del artículo 122.3 de la Constitución, exigiendo con ello, una justicia independiente. Sólo así va a nacer un sentido de responsabilidad y podremos responder de nuestros actos como personas libres que somos; estaremos alejados de la culpabilidad, la cual nos hace inferiores e incapaces de responder de nuestros actos, pues el estar ubicada en el Estado, somos culpables de lo que, posiblemente, hagamos.
Pero, también tenemos que tener como objetivo la anulación del artículo 82 de de nuestra Constitución, para que quede constancia de que el poder nace de las personas que, por naturaleza y jurídicamente, somos iguales.
En virtud de esa igualdad radical, hemos de hacer que todos los votos valgan igual en cada rincón de España, así que pedimos el cambio de Ley Electoral, para que unos pocos votos en un rincón de España no decidan por el resto.
Igualmente, las instituciones que emanen del Estado, han de desaparecer, para que todo el protagonismo lo lleve el Parlamento, y él se encargue de garantizar la igualdad de todos.
Para evitar que los partidos políticos puedan controlar el Parlamento, pedimos “listas abiertas”; y para garantizar la separación de poderes, pedimos también que haya “dos elecciones”: unas legislativas y otras para elegir al ejecutivo, pues así evitaríamos el control de un partido al propio Parlamento.
Puesto que hemos nacido libres, queremos un PARLAMENTO DE HOMBRES LIBRES.
Antonio Fidalgo